sábado, 3 de julio de 2010

La Muchacha de los poemas

La inexperiencia no había sido más que trivialidad tediosa, indolente; fortuita y llena de ligereza. Recientemente había cumplido la mayoría de edad y cada uno de mis intervalos, treguas e interrupciones, estaban llenos de convulsiones inquebrantables. Solo ahuecaba ofuscación dentro del hipócrita círculo de colegios Católicos donde transcurrí la pubertad; ansiedad bizarra. Ocasionalmente me sentaba en los sitiales y butacas apostólicas para leer los libros de Matta. Sucesiones de circunspección, arrogancia, y cuantía, expelían de una máscara de virtudes, aunque decisivamente optaba por soterrar las zarpas en la libra cuando nadie observaba hasta roer mis uñas casi completamente y hasta encontrar mi brote rosáceo y carnoso; arañándome los parpados cuando me obligaban a repetir las oraciones sacerdotales apostólicas. Jamás me afectaron. En otro sentido, la muchedumbre de apóstoles hechos de pedrusco me parecía un montón de travestis siendo lacerados, pero en deliquio. San Pablo parecía estar rebanado sobre un pedestal de listones clavados con garfios. San Pedro parecía martirizado en una rejilla sobre salamandras de cerámica mientras San Esteban, el primer inmolado, era lapidado por un montón de estampillas de cera sobre unas viñetas transparentes y unas efigies de cristal. El aspecto de correccional que poseía el templo me producía repugnancia. En la sacristía discutían sobre el voto célibe que intentaba ser abolido por los grupos católicos más liberales, que traían las nuevas suplencias y pensamientos de Europa. A fin de refrescar y revender el credo como si se tratara de un compendio manual ya tratado por el Vaticano, comprado por los únicos clérigos que habían olvidado, o simulaban olvidar, los crímenes y delitos que se le inculpaban a la iglesia. Abrí la embocadura para disimular la sosa espesa que se aglutinaba en mis entrañas llenas de aire y entre diplomáticamente a la residencia del internado para poder leer con tranquilidad los libros y revistas intimas prohibidos por los párrocos. El Padre director era un hombre mofletudo y robusto, que casi siempre se la pasaba saboreando whisky y afanándose en el análisis interpretativo de los libros sagrados. Hubo veces en las que entraba de improvisto al salón de clases a hablarnos sobre los llamados libros rojos y otros compendios prohibidos que se ostentaban en el pasillo vacio que dirigía hacia la delegación. Era parecido a un conducto subterráneo con olor a cloaca que atravesaba casi todo nuestro Liceo con un estilo Ingles y donde se podía ver con más claridad la capilla y la torre de la iglesia. Pareciera ser necesario aludirlo: el oratorio más grotesco y chusco de toda la ciudad. Entendía ser suspendido en la atmosfera un hedor rancio, pútrido, similar al tufo de una alcantarilla mugiente y llena de ecos. Inclusive, por las noches se podían oír los bramidos desde el otro lado del colegio. Actos de contrariedades en madrugadas funestas. Cuando niño lloriqueaba por las noches debido a aquellos gemidos. Arrogancias de supervivencia, decían algunos mirando por los ventanales temblorosos. Cuando niños siempre mirábamos las cosas de otro modo más ingenuo, mas cándido. Sudábamos moretones y golpes delirantes. Las palabras aun parecen colgadas en los murales del patio de recreo en la parte posterior de las habitaciones, como embalajes de carne o roedores que intentan trepar las paredes.
Cuando me retire del internado no conocía nada de la capital, y quienes no me miraban con desconfianza forjaban la mirada con antipatía. Acababan de disiparse los últimos tonos del canto eclesial que señalan la saeta principal, arrastrada sobre cauces inútiles que se atenuaban en la base de la catedral; hundiéndose lentamente sobre momentos inverosímiles. Durante casi cinco meses no tuve donde dormir. Aquí eche de ver, en tanto que pasaron los meses, distintos retablos y calvarios, que, según todos, eran debido al gerente de vigilantes corruptos que vagaban por aquellas calles. Si un indigente rondaba por mucho tiempo un banco o una estantería, los guardias autoritarios le encerraban detenido una noche entera en el camarote penal. Al sexto mes arribe particularmente al callejón donde transcurriría gran parte de mi tiempo, comiendo el pan añejo que me ofrecía la masera cuando me veía mucho tiempo rondando su tahona y leyendo los libros espolvoreados de Nietzsche que había logrado sustraer de la oficina de los presbíteros. Aquel callejón se encontraba lleno de líricos y novelistas emborrachados, como si aquel lugar generalizara una especie de enajenamiento intelectual. Los poetas y ensayistas solo tenían camaradería con los dueños y acostumbraros de las cantinas. Una de las poetizas que solía frecuentar esos lugares era abultadamente atractiva, mucho más que ahora: bordeaba mi edad y usaba un camisón azulenco que circunvalaba con filos dorados sus débiles senos, humedecidos en forma perpendicular por la luz del día, tostando sus piltrafas hebras rubias y entibiando los ojos color vidrio que armonizaban con sus muslos blancos; carnosos, pudorosos, llenos de lunares color natural. Se añadieron de grafía lasciva fluidos sexuales a la atmosfera. Se parecía a las jóvenes quinceañeras que estudiaban en el colegio de monjas a unas cuantas cuadras del internado, solo que con caderas mejor concebidas que las que exhibían las colegialas de las asociaciones católicas. Parece de unos veinte años de edad. Aunque era joven se la pasaba visitando esos lugares de mala muerte para esgrimirse vasos de aguardiente con los continuos libros de poesía surrealista que cargaba bajo la enjuta axila. La camarera que la atendió parecía tener un leve acento español; quiso estudiar leyes en Madrid cuando era joven, pero su sueño se vio frustrado por la difícil situación económica de su familia. Su hermana tuvo que irse a vivir a la ciudad de Barcelona y ella no quería quedarse sola atendiendo huérfanos en situación de riesgo social, por esta razón prorrumpió del país a trabajar con su tío, que era el dueño de la taberna. Este país esta cada día más descompuesto, decía de forma cáustica, a veces tengo la sensación de que todos están enclaustrados en una mazmorra leyendo poemas de segunda mano mientras la gente dúctil se ocupa de cosas realmente importantes; yo nunca en mi vida leería poesía. Y tú, ¿quieres ser poeta?, me pregunto un anciano de barba desarrollada y extendida que me miraba desde el otro lado del ventanal. No señor, esa no es verdaderamente mi intención. Me pregunto si yo era el nieto de un tal Alberto López. No, respondí con una sonrisa de tarado y con cierto toque de humildad y de retraimiento. Ven, sírvete algo, me respondió, yo invito. Tienes hambre ¿cierto? Pues, si. Entonces pide lo que quieras, es gratis. Aquella figura robusta y erizada parecía ser el dueño de la cantina. Era un hombre brioso que subía y bajaba escaleras con el vértice de las extremidades. Cuando transitaba por el lugar parecía que temblarían los miradores del pabellón sin basilar un solo intervalo. Su sobrina, en cambio, era una mujer debilucha reacia al agua fría. Siempre esperaba afuera de la tienda cuando se aglutinaba mucha gente y esperaba que el resto de las funcionarias se ocuparan del trabajo hasta que se acallaran todas las risas para poder entrar. ¡Mis pulmones y oídos ya están lo suficientemente llenos de las carcajadas de estos cabrones hijos de puta!, refunfuñaba. No sé por qué motivo note algunas de las facciones de los curas que conocí en mi pubertad en la cara de esa mujer. Sería que el aguardiente que me ofrecía el viejo ya empezaba a marearme. Las rejillas ya estaban por completo cubiertas por el hielo y el veterano que me ofreció una escudilla de comida acudió a mi meza para servirme un plato de sopa caliente. Cualquier Jerarca religioso hubiese golpeado a un mendigo como yo en vez de ofrecerle una bandeja con sopa, sin embargo ese viejo tabernero se comportaba como si yo fuese el primogénito que trajo a vivir consigo desde Madrid. ¿Por qué crees que te sirvo este plato de sopa?, me pregunto. No lo sé señor, desconozco el motivo de su hospitalidad. Porque todos los líricos deben ser distinguidos como tales, me respondió con un mohín. La respuesta del anciano me congelo la sangre de sobremanera. Eres un joven lúcido, aunque algo andrajoso. Se aliento olía a cigarro mojado y a licor añejo, casi pútrido, y sus dientes amarillentos destacaban entre las canas de su barba. Si algún día necesitas algo mas no dudes en volver a pedírmelo. La cálida respuesta del hombre me hiso palpitar. Pero, ¿Por qué? ¿De qué forma podría tratarme un completo desconocido con el que nunca había tratado? Estas en el barrio de los poetas, muchacho, no te sorprendas. Entonces soltó una carcajada y fue a charlar con un grupo de hombres al otro lado del bar. Me retire de la antesala y volví nuevamente a la calle por entre las fibras y torzales verdes y oscuros, casi camuflándome. Tal vez algún día vuelva a ver a aquel excepcional hombre, cuando tenga un lugar donde dormir y algo de dinero para devolverle el favor.
Al otro lado de un pabellón desmantelado se encontraban dos hombres charlando y riendo a carcajadas. Aquel extraño parlamento despertó en mí un razonamiento incrédulo. ¿Cuál es la diferencia entre Poetizas y Prostitutas? Así es, muchacho, estas calles están llenas de prostitutas, o poetizas, me dijeron. ¿Dónde? En las callejuelas, en los prostíbulos, en las callejas, continuaron. Y también esperamos que alguna de ellas este rondando muy cerca de aquí. Pensamos que ya a tu edad tu padre te habrá llevado a conocer alguna quinceañera por ahí. ¿Mi padre? Yo no veo a mi padre desde que tenía ocho años y no guardo más que leves recuerdos suyos. De ningún modo podría haberme mostrado una casa de putas, o de rameras, o algo por el estilo. Con los hijos no se salta. Todos tenemos un predecesor de cierto modo ausente, o más que ausente, incompetente. Mejor dicho yo nací sin padre ni madre, no hay porque darle más vueltas al asunto. Cuando termine de hablar para mi mismo los dos hombres ya se habían ido. Nunca en mi vida he hablado con una puta, a mis dieciocho años lo más cercano que había visto de ellas era la imagen de Lilith, que siempre nos mostraba el párroco antes de que fuésemos a dormir.
¿Qué ocurre? Te has quedado sin aliento, colaborador, me dijo la muchacha de los poemas y senos débiles que había visto en el bodegón. Robusteció todos los pedazos de mi cuerpo, hasta un lugar difícil de encubrir. Confieso que no me lo esperaba, nunca fui muy diestro en eso de las relaciones humanas y mis ojos desembocan en un agregado de reflexión. Poco a poco se iba partiendo el charco de tosquedad y barbarie. Todo se encubrió en un barrizal de versos manuales entrelistados de forma incoherente y liosa ¿Por qué aquella muchacha que te dejo una sensación tan denodadamente de lujuria se acerca a ti de este modo? No creíste algo semejante. No ocurría nada. La verdad estaba escrita en tus pulmones. No es bueno que una muchacha tan hermosa se acerque a un pobre diablo como yo, le respondí casi llorando. Tú no eres un alma rematada, me dijo, es paradójico, pero en tus ojos se nota que eres de un ánimo noble. Esta noche se estrena una obra de teatro no muy lejos de aquí y yo tengo entradas para ir a verla, respondí titubeante, la trama parece ser muy parrandeada pero de todos modos no está mal para pasar un rato. Tal vez otro día, me indicó, no tengo muchos deseos de salir y debo trabajar altas horas de la madrugada. “Ojala otro día podamos ir”. Su respuesta fue revotando por los paredones del barranco hasta llegar donde se encontraban las bacantes. Luego se inmovilizó. No entendiste más que una colección de viseras escritas en forma de cartas de amor y veinte poemas vulgares con una canción de poca relevancia. Como si se tratara de una alegoría paliducha y aburrida, o imágenes que no son más que imágenes flojas y lánguidas. La maldita respuesta me dejo pensativo toda la noche: sentía como si alguien me hubiese disparado con un revólver de témpanos rotos. Me sentía con un pudor irritablemente espantoso. Dios es ahora un cadáver, sin duda que Dios es un cadáver. Desde mi niñez he recorrido el camino que vincula a las larvas con el ser humano, y sin embrago aun queda mucho en mi de larva. De la manera dudosa con que actúa la humanidad nada recto podría obtener alguien como yo de esto. El frio caía del cielo hasta cubrir por completo las calles denudas. En mis bolsillos solo traía cinco monedas de hierro oxidado parecidas a esas de los antiguos territorios Europeos occidentales. Me introduje por la corredera de los raspadores, quieto bajo la noche. Podría ser, la plaza parda estaba llena de poetas y mendigos, o mendigos y poetas, torciendo sus cuerpos bajo los mausoleos a las puertas de la Catedral de Santa Rita. El albor de los focos se fulguraba contra la cellisca y las antiguas huesas parecían almacenarse entre sí de forma natural. Como apariencias de antaño filtradas en las rejillas metálicas. Me deslicé por los murales transmitidos para ver las figurillas de los santos colgando sobre candelabros con velitas encendidas. Las pequeñas cerrazones parecían amortiguadas y diluidas sobre el pequeño parque. Me di cuenta que las puertas de la catedral estaban entreabiertas y el calor de los fogones de la imagen de Santa Rita se filtraba con el frio de las carnes que dormían en la calle. El frio del viejo suburbio y de los aledaños me recordó que debía seguir rumbo a las calles limítrofes de la ciudad. Todo parecía estar suspendido. Hubiese dado lo que fuera por un poco de café burbujeante y estar cerca de la boca del fogón de los ceniceros. Tenía la nuca helada y las sombras me daban vueltas en la cabeza. Entonces lo supe, al principio no la había reconocido porque llevaba un corsé negro con rosado y su cabello suelto me era poco nítido dentro de toda la oscuridad. ¿Por qué razón se encontraba ella ahí a esas horas de la noche? Tenía los ojos rojos y enfermizos, no parecía ser ella realmente, pero se atenuaba en sus ojos una sensación de melancolía; chispeante, pero siempre triste y cabizbaja. Bajaba de la escuadrilla de indigentes para dirigirse, supongo, a un lugar adecuado para pasar la noche. Sus ojos tristes me parecieron una especie de error. Du delicadeza y melancolía producían en mi una angustia confusa. A su lado la iglesia parecía haber sido construida sobre cristal, un cristal trisado e inestable. La tensión era despreciada. Era difícil. Pero sin darme recuento ni avance ya la había perdido de vista, como si hubiese sido un espectro, o mejor dicho un ángel. Solo recuerdo sus ojos de vidrio y sus senos frágiles. Me quede desierto en las afueras de la catedral, temblando por estremecimientos y por miedo. Intente buscarla por largas horas, pero jamás la vi volver a la cantina del hombre membrudo. Tal vez logre comprender los motivos que tuvo para marcharse. Por lo menos puedo escribir. Pero esa vez fue la última ocasión que vi a la muchacha de los poemas.

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