sábado, 17 de julio de 2010

Carta a un viejo Antipoeta

Dueños y propietarios, esta no es la última palabra, sino la primera: los poetas ascendieron del infierno.

Para los incrédulos, la poesía fue un artefacto de primera necesidad; para nosotros, en cambio, es un objeto de magnificencia y esplendor: debemos existir sin la poesía de la indigencia.

Objetamos que el poeta es un Nigromante; un agorero que destruye el futuro de sus lectores: un demoledor de tranqueras y rosetones.

El poeta no es un hombre cualquiera.

Despreciamos los signos cotidianos; rechazamos la vulgaridad y la ignorancia.

El poeta está presente para retorcer el árbol erguido.

Revelamos al pequeño reptil, Descubrimos al asno dorado, Evidenciamos al rinoceronte colérico. Todos ellos deben ser multados con la pena de muerte por trastornar su linaje, por escribirle sonetos al amor, por vivir en las costillas del otro.

La poesía no nace en el corazón, sino en la navaja.

La poesía de ojos abiertos, la poesía de pecho armado, la poesía de cabeza coronada.

No creemos en ninfas ni en tritones, pero si en metralletas y tanques de guerra.

La poesía tiene que ser: una prostituta con puesto de senadora en el gobierno, o una iglesia completamente en llamas.

Para los incompetentes, la política fue un cuerpo geométrico donde se filtraron mascaras burguesas y un circo comunista. Neocreacionismo de segunda mano y antipoesia de mierda. Ociosidad exangüe y veleros quemados a orillas del océano.


Poesía demostrativa, gangosa, absurda e improcedente; Poesía prostituida y miserable. Poesía viscosa y anémica. Poesía que se basa en la sublevación de las imágenes.

Poesía de alegatos vetustos; irremediablemente extintos, ahogados en andrajos y artes poéticas limitadas en maquillaje de academia. En estética vanagloriada y conformista.

Los ordenadores y bancos se mueren de aburrimiento.

La poesía de las religiones artificiales y los aparatos superfluos, de los nervios asesinados, la poesía que recita balazos tanto para USA como para Latinoamérica.

Mientras desbaratan su duración en la poesía del amanecer, nosotros nos afanamos en la poesía de las sombras; de los códigos, del anonimato. Las tinieblas de la poesía no deben llegar a todos por igual;
La poesía solo se adquiere por pocos.

Nos enfrentamos contra la poesía antipoética.

Nos enfrentamos a la poesía de la escuela rural y a la del panteón sueco.

sábado, 3 de julio de 2010

La Muchacha de los poemas

La inexperiencia no había sido más que trivialidad tediosa, indolente; fortuita y llena de ligereza. Recientemente había cumplido la mayoría de edad y cada uno de mis intervalos, treguas e interrupciones, estaban llenos de convulsiones inquebrantables. Solo ahuecaba ofuscación dentro del hipócrita círculo de colegios Católicos donde transcurrí la pubertad; ansiedad bizarra. Ocasionalmente me sentaba en los sitiales y butacas apostólicas para leer los libros de Matta. Sucesiones de circunspección, arrogancia, y cuantía, expelían de una máscara de virtudes, aunque decisivamente optaba por soterrar las zarpas en la libra cuando nadie observaba hasta roer mis uñas casi completamente y hasta encontrar mi brote rosáceo y carnoso; arañándome los parpados cuando me obligaban a repetir las oraciones sacerdotales apostólicas. Jamás me afectaron. En otro sentido, la muchedumbre de apóstoles hechos de pedrusco me parecía un montón de travestis siendo lacerados, pero en deliquio. San Pablo parecía estar rebanado sobre un pedestal de listones clavados con garfios. San Pedro parecía martirizado en una rejilla sobre salamandras de cerámica mientras San Esteban, el primer inmolado, era lapidado por un montón de estampillas de cera sobre unas viñetas transparentes y unas efigies de cristal. El aspecto de correccional que poseía el templo me producía repugnancia. En la sacristía discutían sobre el voto célibe que intentaba ser abolido por los grupos católicos más liberales, que traían las nuevas suplencias y pensamientos de Europa. A fin de refrescar y revender el credo como si se tratara de un compendio manual ya tratado por el Vaticano, comprado por los únicos clérigos que habían olvidado, o simulaban olvidar, los crímenes y delitos que se le inculpaban a la iglesia. Abrí la embocadura para disimular la sosa espesa que se aglutinaba en mis entrañas llenas de aire y entre diplomáticamente a la residencia del internado para poder leer con tranquilidad los libros y revistas intimas prohibidos por los párrocos. El Padre director era un hombre mofletudo y robusto, que casi siempre se la pasaba saboreando whisky y afanándose en el análisis interpretativo de los libros sagrados. Hubo veces en las que entraba de improvisto al salón de clases a hablarnos sobre los llamados libros rojos y otros compendios prohibidos que se ostentaban en el pasillo vacio que dirigía hacia la delegación. Era parecido a un conducto subterráneo con olor a cloaca que atravesaba casi todo nuestro Liceo con un estilo Ingles y donde se podía ver con más claridad la capilla y la torre de la iglesia. Pareciera ser necesario aludirlo: el oratorio más grotesco y chusco de toda la ciudad. Entendía ser suspendido en la atmosfera un hedor rancio, pútrido, similar al tufo de una alcantarilla mugiente y llena de ecos. Inclusive, por las noches se podían oír los bramidos desde el otro lado del colegio. Actos de contrariedades en madrugadas funestas. Cuando niño lloriqueaba por las noches debido a aquellos gemidos. Arrogancias de supervivencia, decían algunos mirando por los ventanales temblorosos. Cuando niños siempre mirábamos las cosas de otro modo más ingenuo, mas cándido. Sudábamos moretones y golpes delirantes. Las palabras aun parecen colgadas en los murales del patio de recreo en la parte posterior de las habitaciones, como embalajes de carne o roedores que intentan trepar las paredes.
Cuando me retire del internado no conocía nada de la capital, y quienes no me miraban con desconfianza forjaban la mirada con antipatía. Acababan de disiparse los últimos tonos del canto eclesial que señalan la saeta principal, arrastrada sobre cauces inútiles que se atenuaban en la base de la catedral; hundiéndose lentamente sobre momentos inverosímiles. Durante casi cinco meses no tuve donde dormir. Aquí eche de ver, en tanto que pasaron los meses, distintos retablos y calvarios, que, según todos, eran debido al gerente de vigilantes corruptos que vagaban por aquellas calles. Si un indigente rondaba por mucho tiempo un banco o una estantería, los guardias autoritarios le encerraban detenido una noche entera en el camarote penal. Al sexto mes arribe particularmente al callejón donde transcurriría gran parte de mi tiempo, comiendo el pan añejo que me ofrecía la masera cuando me veía mucho tiempo rondando su tahona y leyendo los libros espolvoreados de Nietzsche que había logrado sustraer de la oficina de los presbíteros. Aquel callejón se encontraba lleno de líricos y novelistas emborrachados, como si aquel lugar generalizara una especie de enajenamiento intelectual. Los poetas y ensayistas solo tenían camaradería con los dueños y acostumbraros de las cantinas. Una de las poetizas que solía frecuentar esos lugares era abultadamente atractiva, mucho más que ahora: bordeaba mi edad y usaba un camisón azulenco que circunvalaba con filos dorados sus débiles senos, humedecidos en forma perpendicular por la luz del día, tostando sus piltrafas hebras rubias y entibiando los ojos color vidrio que armonizaban con sus muslos blancos; carnosos, pudorosos, llenos de lunares color natural. Se añadieron de grafía lasciva fluidos sexuales a la atmosfera. Se parecía a las jóvenes quinceañeras que estudiaban en el colegio de monjas a unas cuantas cuadras del internado, solo que con caderas mejor concebidas que las que exhibían las colegialas de las asociaciones católicas. Parece de unos veinte años de edad. Aunque era joven se la pasaba visitando esos lugares de mala muerte para esgrimirse vasos de aguardiente con los continuos libros de poesía surrealista que cargaba bajo la enjuta axila. La camarera que la atendió parecía tener un leve acento español; quiso estudiar leyes en Madrid cuando era joven, pero su sueño se vio frustrado por la difícil situación económica de su familia. Su hermana tuvo que irse a vivir a la ciudad de Barcelona y ella no quería quedarse sola atendiendo huérfanos en situación de riesgo social, por esta razón prorrumpió del país a trabajar con su tío, que era el dueño de la taberna. Este país esta cada día más descompuesto, decía de forma cáustica, a veces tengo la sensación de que todos están enclaustrados en una mazmorra leyendo poemas de segunda mano mientras la gente dúctil se ocupa de cosas realmente importantes; yo nunca en mi vida leería poesía. Y tú, ¿quieres ser poeta?, me pregunto un anciano de barba desarrollada y extendida que me miraba desde el otro lado del ventanal. No señor, esa no es verdaderamente mi intención. Me pregunto si yo era el nieto de un tal Alberto López. No, respondí con una sonrisa de tarado y con cierto toque de humildad y de retraimiento. Ven, sírvete algo, me respondió, yo invito. Tienes hambre ¿cierto? Pues, si. Entonces pide lo que quieras, es gratis. Aquella figura robusta y erizada parecía ser el dueño de la cantina. Era un hombre brioso que subía y bajaba escaleras con el vértice de las extremidades. Cuando transitaba por el lugar parecía que temblarían los miradores del pabellón sin basilar un solo intervalo. Su sobrina, en cambio, era una mujer debilucha reacia al agua fría. Siempre esperaba afuera de la tienda cuando se aglutinaba mucha gente y esperaba que el resto de las funcionarias se ocuparan del trabajo hasta que se acallaran todas las risas para poder entrar. ¡Mis pulmones y oídos ya están lo suficientemente llenos de las carcajadas de estos cabrones hijos de puta!, refunfuñaba. No sé por qué motivo note algunas de las facciones de los curas que conocí en mi pubertad en la cara de esa mujer. Sería que el aguardiente que me ofrecía el viejo ya empezaba a marearme. Las rejillas ya estaban por completo cubiertas por el hielo y el veterano que me ofreció una escudilla de comida acudió a mi meza para servirme un plato de sopa caliente. Cualquier Jerarca religioso hubiese golpeado a un mendigo como yo en vez de ofrecerle una bandeja con sopa, sin embargo ese viejo tabernero se comportaba como si yo fuese el primogénito que trajo a vivir consigo desde Madrid. ¿Por qué crees que te sirvo este plato de sopa?, me pregunto. No lo sé señor, desconozco el motivo de su hospitalidad. Porque todos los líricos deben ser distinguidos como tales, me respondió con un mohín. La respuesta del anciano me congelo la sangre de sobremanera. Eres un joven lúcido, aunque algo andrajoso. Se aliento olía a cigarro mojado y a licor añejo, casi pútrido, y sus dientes amarillentos destacaban entre las canas de su barba. Si algún día necesitas algo mas no dudes en volver a pedírmelo. La cálida respuesta del hombre me hiso palpitar. Pero, ¿Por qué? ¿De qué forma podría tratarme un completo desconocido con el que nunca había tratado? Estas en el barrio de los poetas, muchacho, no te sorprendas. Entonces soltó una carcajada y fue a charlar con un grupo de hombres al otro lado del bar. Me retire de la antesala y volví nuevamente a la calle por entre las fibras y torzales verdes y oscuros, casi camuflándome. Tal vez algún día vuelva a ver a aquel excepcional hombre, cuando tenga un lugar donde dormir y algo de dinero para devolverle el favor.
Al otro lado de un pabellón desmantelado se encontraban dos hombres charlando y riendo a carcajadas. Aquel extraño parlamento despertó en mí un razonamiento incrédulo. ¿Cuál es la diferencia entre Poetizas y Prostitutas? Así es, muchacho, estas calles están llenas de prostitutas, o poetizas, me dijeron. ¿Dónde? En las callejuelas, en los prostíbulos, en las callejas, continuaron. Y también esperamos que alguna de ellas este rondando muy cerca de aquí. Pensamos que ya a tu edad tu padre te habrá llevado a conocer alguna quinceañera por ahí. ¿Mi padre? Yo no veo a mi padre desde que tenía ocho años y no guardo más que leves recuerdos suyos. De ningún modo podría haberme mostrado una casa de putas, o de rameras, o algo por el estilo. Con los hijos no se salta. Todos tenemos un predecesor de cierto modo ausente, o más que ausente, incompetente. Mejor dicho yo nací sin padre ni madre, no hay porque darle más vueltas al asunto. Cuando termine de hablar para mi mismo los dos hombres ya se habían ido. Nunca en mi vida he hablado con una puta, a mis dieciocho años lo más cercano que había visto de ellas era la imagen de Lilith, que siempre nos mostraba el párroco antes de que fuésemos a dormir.
¿Qué ocurre? Te has quedado sin aliento, colaborador, me dijo la muchacha de los poemas y senos débiles que había visto en el bodegón. Robusteció todos los pedazos de mi cuerpo, hasta un lugar difícil de encubrir. Confieso que no me lo esperaba, nunca fui muy diestro en eso de las relaciones humanas y mis ojos desembocan en un agregado de reflexión. Poco a poco se iba partiendo el charco de tosquedad y barbarie. Todo se encubrió en un barrizal de versos manuales entrelistados de forma incoherente y liosa ¿Por qué aquella muchacha que te dejo una sensación tan denodadamente de lujuria se acerca a ti de este modo? No creíste algo semejante. No ocurría nada. La verdad estaba escrita en tus pulmones. No es bueno que una muchacha tan hermosa se acerque a un pobre diablo como yo, le respondí casi llorando. Tú no eres un alma rematada, me dijo, es paradójico, pero en tus ojos se nota que eres de un ánimo noble. Esta noche se estrena una obra de teatro no muy lejos de aquí y yo tengo entradas para ir a verla, respondí titubeante, la trama parece ser muy parrandeada pero de todos modos no está mal para pasar un rato. Tal vez otro día, me indicó, no tengo muchos deseos de salir y debo trabajar altas horas de la madrugada. “Ojala otro día podamos ir”. Su respuesta fue revotando por los paredones del barranco hasta llegar donde se encontraban las bacantes. Luego se inmovilizó. No entendiste más que una colección de viseras escritas en forma de cartas de amor y veinte poemas vulgares con una canción de poca relevancia. Como si se tratara de una alegoría paliducha y aburrida, o imágenes que no son más que imágenes flojas y lánguidas. La maldita respuesta me dejo pensativo toda la noche: sentía como si alguien me hubiese disparado con un revólver de témpanos rotos. Me sentía con un pudor irritablemente espantoso. Dios es ahora un cadáver, sin duda que Dios es un cadáver. Desde mi niñez he recorrido el camino que vincula a las larvas con el ser humano, y sin embrago aun queda mucho en mi de larva. De la manera dudosa con que actúa la humanidad nada recto podría obtener alguien como yo de esto. El frio caía del cielo hasta cubrir por completo las calles denudas. En mis bolsillos solo traía cinco monedas de hierro oxidado parecidas a esas de los antiguos territorios Europeos occidentales. Me introduje por la corredera de los raspadores, quieto bajo la noche. Podría ser, la plaza parda estaba llena de poetas y mendigos, o mendigos y poetas, torciendo sus cuerpos bajo los mausoleos a las puertas de la Catedral de Santa Rita. El albor de los focos se fulguraba contra la cellisca y las antiguas huesas parecían almacenarse entre sí de forma natural. Como apariencias de antaño filtradas en las rejillas metálicas. Me deslicé por los murales transmitidos para ver las figurillas de los santos colgando sobre candelabros con velitas encendidas. Las pequeñas cerrazones parecían amortiguadas y diluidas sobre el pequeño parque. Me di cuenta que las puertas de la catedral estaban entreabiertas y el calor de los fogones de la imagen de Santa Rita se filtraba con el frio de las carnes que dormían en la calle. El frio del viejo suburbio y de los aledaños me recordó que debía seguir rumbo a las calles limítrofes de la ciudad. Todo parecía estar suspendido. Hubiese dado lo que fuera por un poco de café burbujeante y estar cerca de la boca del fogón de los ceniceros. Tenía la nuca helada y las sombras me daban vueltas en la cabeza. Entonces lo supe, al principio no la había reconocido porque llevaba un corsé negro con rosado y su cabello suelto me era poco nítido dentro de toda la oscuridad. ¿Por qué razón se encontraba ella ahí a esas horas de la noche? Tenía los ojos rojos y enfermizos, no parecía ser ella realmente, pero se atenuaba en sus ojos una sensación de melancolía; chispeante, pero siempre triste y cabizbaja. Bajaba de la escuadrilla de indigentes para dirigirse, supongo, a un lugar adecuado para pasar la noche. Sus ojos tristes me parecieron una especie de error. Du delicadeza y melancolía producían en mi una angustia confusa. A su lado la iglesia parecía haber sido construida sobre cristal, un cristal trisado e inestable. La tensión era despreciada. Era difícil. Pero sin darme recuento ni avance ya la había perdido de vista, como si hubiese sido un espectro, o mejor dicho un ángel. Solo recuerdo sus ojos de vidrio y sus senos frágiles. Me quede desierto en las afueras de la catedral, temblando por estremecimientos y por miedo. Intente buscarla por largas horas, pero jamás la vi volver a la cantina del hombre membrudo. Tal vez logre comprender los motivos que tuvo para marcharse. Por lo menos puedo escribir. Pero esa vez fue la última ocasión que vi a la muchacha de los poemas.

La Muchacha de los poemas 2

Las hembras son putas mutiladoras o putas acuchilladas. No recuerdo la forma en que habré llegado allí. Por los mismos impulsos en que he divagado por tantas vías. La falta era mía: me pregunto si quería salir con él a una obra de teatro. La situación era contraría y note con consternación que mi entorno limitaba mis peores aspiraciones poéticas. Menciono que le gustaba la poesía y que quería que lo acompañase a uno de esos dramas cursis que solía ver cuando era niña. Aun así, ¿Por qué quería el invitarme a salir? Claro, seguramente quería aprovecharse y maltratarme como todos los hombres después de la obra dramática. Tuve que rechazar la convidada, porque, después de todo, ¿Por qué otro motivo querría salir con una Puta? Y, es que cuando me hablo se encontraba temblando. No creo que tiritara por el frio, ¿Por qué hablaría tan quitado de vergüenza con una ramera en plena calle? Nada ha cambiado. Como si importara. Si alguien quiere hacerte daño te hará daño no importa cómo ni dónde. Los esbirros hacen que me duelan los dientes, y el pan añejo que había comido hacia que merendara mucho mejor que todos los manjares del mundo. Pero ya es demasiado decir. ¿Qué estás haciendo aquí? Me preguntaba cada hombre borracho al pasar. Si quieres te invito un vodka. ¿Sabe alguien realmente para que esté aquí? Mejor ni se enteren. Me fui sin despedirme mientras el no separaba la vista de mis senos. Me fui de manera colindante. Como cuando los ancianos del bar trataban de meter sus dedos entre mis costillas y mis pezones para recordar sus épocas veteranas. Ese joven a mi lado, hacia que mis huesos se volvieran lúcidos y que mis vertebras se aglutinaran en un dolor insoportable. Aunque no tenía nada entre los dientes, estos rechinaban como secreciones de cánulas enmohecidas y se ataban a mis encías como llanuras blancas a los pies de mis vigotas. Después de muchos años me hice saber para qué esgrimieran realmente esas llanuras. ¿Es realmente humano dormir casi cinco meses enteros en la calle? No lo creo. Pobre muchacho, no tenia donde dormir. Las callejuelas le valían para eso. Para dormir en una cloaca tanto de día como de noche. Cuando lo vi en aquella oscuridad saliendo de la tasca era la de un beato sancionado, expiado, un siervo inhabilitado. Con olor a flema de plátanos y ablandé con franqueas. De todos modos tenía casi mi edad y como muchos guionistas baratos pasaba largas horas aprovechándose de la santidad del viejo foca. También gozaban los poetas leyendo sus citas preferidas y cuando ya estaban muy borrachos decían que el mundo se encontraba entablado en vistas. Otros contaban sus fantasías sexuales. Que habían copulado genitales de distintas índoles y hasta un tercer genero. Con el resto de las putas frecuentábamos de noche la taberna del viejo, hasta que nos enderezábamos por los pasillos una por una hasta irnos completamente solas a buscar asiduos. Por hipotético que fuese, las que recaudábamos más dinero siempre éramos las mismas.
La vida retraída siempre es muy silenciosa y solitaria, casi inexistente. A veces oíamos chillidos, pero nunca nadie se aproximaba o se molestaba siquiera en salir a las calles para divisar lo que ocurría en ellas. El Parque Pardo era silencioso y a la vez bramante; de fanales obstruidos. Sus guardias eran viejos que ya casi no veían. Los empinados y los álamos eran ciegos. Cada flor era ciega. Inclusive nuestra aprensión era ciega, nos espantaba. Algunas de cierto carácter se sentían desconformes, la sensación era de expectativa; una expectativa virgen. La generalidad colectiva hacia que no importaba ¿Qué importa? ¿Qué es lo que realmente importa? Reíamos. Sin embargo cada odre indigente y bardo nos hacían sentir enfermas, necesitadas de vista. Los poetas son como bestias de carga. No pueden ser ni valientes ni niños, y mucho menos súper mortales. El centro del corazón se me exprimía con olores defecados cada vez que veía uno de ellos. Cavilación, cálculo, deliberación. Las viseras son las neuronas. Cablecillos de cristalina entretejida. Un escenario hipócrita queda oscuro, lleno de hormigas mordiendo una flor de carne, lleno de furia y sonido golpeando las palabras. El tiempo de nadie se queda en blanco. Y es que, nunca me he creído muy poética pero tanto frecuentar cantinas y leer a Borges, han expuesto en mi cabeza diferentes manifiestos como la más catalogada de las liricas nacionales. Tengo los pezones llenos de pétalos, puedo hacer alarde e ello. Me lo decía mi abuela cuando yo solo era una niña. Solo por necesidad me vine a vivir a la capital. De una provincia a otra hubiera sido de todas formas una puta. Pero ya no es necesario hablar de temas tan vanos. Conocí un grupo de hombres que jamás hubiera podido casarme con ninguno de ellos. Al punto conocí a un grupo de estudiantes provincianas. Con ellas entable una buena amistad, pero mi vida estaba forjada para otros fines que no eran precisamente estudiar medicina. La capital es como una prisión para putas. Por lo que empecé mendigando en la puerta de parroquias e internados donde decía: Se necesitan Arti-Culos infantiles. Al albor de la madrugada me situaba en los pasajes de la catedral de Santa Rita cerca del parque pardo y a veces casi se me olvidaba mi oficio de puta. Pero claro, a una ramera como yo Dios no la debe conocer ni en pelea de perros. Es como soltar el trapo de tu desgracia en silencio. El ambiente eclesial hacia todo lo contrario: lo que hacían era tirar las sobras de la oveja perdida a los lobos coléricos. Solo cuando nadie podía verme me acercaba a la catedral para mirar la imagen de Santa Rita cargando en sus vestidos un lecho de rosas ¿Qué significaba ese lecho de rosas? Pero jamás en la vida me acerque a un abate para preguntarle ¿no saben que la compasión es un pecado? Pues, degrada de sobremanera a quien inspira la compasión. Quien más que yo podría decírselos. Una vez casi le rezo a la virgen, pero no me atreví a hacerlo por miedo a que se sintiera ofendida. Las rosas al fin y al cabo simbolizaban el milagro de transformar la comida de los pobres en flores, o algo por el estilo ¿Qué importa? ¿Es realmente importante? ¿Dejare de ser puta por orarle a una virgen? No tengo arte ni parte dentro de nada. Aunque nunca me atreví a entrar a la iglesia en presencia de un cura los fieles que asistían a misa siempre me entregaban caudales para comprar embutido de longaniza y cuajada de lactosa. No podía pasar ahí mucho tiempo debido a las constantes observaciones y registros de la guardia federal. Ni siquiera un plato de agua caliente, ni por el invierno, como a ese muchacho. Nos están mutilando. Arrepiéntete muchacha, me dijo un novicio del apostolado que visitaba la catedral de Santa Rita. Consigue la reconciliación con tu cuerpo y tal vez dio pueda perdonarte. La reconciliación con el cuerpo… sin responder nada baje la cabeza y me fui de la sacristía. La catedral de santa Rita parecía un palacio de cristal. Sentía la punta de los dedos dormidos. Sentía cansancio. Tenía sueño. Refulgían mis dientes, nunca más volveré a escuchar a un cura; esta es la última vez que me discute un muerto. Cuando muera, quiero decir, en no mucho tiempo, ¿podre siquiera decir que aspire a la despreocupación? ¿Podre decir que aspire a una gran obra? Tal vez el suicidio sea mi gran obra. Los muertos son una contemplación de grandes obras. El dolor era una gran respuesta para una gran obra. Como un traqueteo inverso, autentico. Las putas somos como imitadores retirados que buscan la intimidad entre las palabras, suspirando, de esa forma proyectan su vida. Ahora me conformo con observar los tejados nevados desde lo lejano. Nada más. Salte un panel para obtener un lote de pan duro. Miradas de umbrías olvidadas y corroídas indiscretamente por perchas caídas. Parecía un aprisco de ratas. Como si estuviera lleno de pedacitos de cráneos aplastados. Era de noche. Me sentía triste, en medio de la calle, como no había comido hace muchas horas el pedazo de pan me hiso doler los entresijos. La nieve caía como ladrillos de espuma disuelta o agentes de goma diluidos. El desconsuelo era como un tumor entre mis piernas. Durante lapsos me quede mitrando las calles desoladas. Veía mi reflejo sin forma en las vitrinas, como si se tratara de una mentira sucia. Camine por entre los someros de las calles hasta llegar al parque pardo. No se divisaba casi nada. Vinieron a mi mente las palabras del novicio: reconciliación con el cuerpo… Decide visitar nuevamente la iglesia. Estaba abierta, pero llena de primitivos mendigos que venían de las viejas vías ferroviarias. Me metí a la catedral por una rejilla estrecha ¿Dónde estaba la imagen santa? Alguien se había olvidado de cerrar bien los portones de la parte delantera y todo el palacio de cristal se había llenado de indigentes. El piso se había vuelto de un color ocre turbulento. Me ajuste bien el corsé y llegue a lo que parecía una estatua de latón bruñido. Empuje las randillas hasta llegar a la imagen. Los pensamientos de mi cabeza ya empezaban a diluirse. No recordaba nada. Sentía un frio inmenso en las manos y en la nuca. Los ventanales azulencos y carmesíes me hacían recordar mi condición de puta. Era una especie de acumulación mental, casi esterilizada. Era la imagen de Santa Rita que parecía estar desnuda y tiritando frente al ruido de un Mirage y el sonar de las navajas de cientos de vaticinios diferentes. La virgen estaba abstraída, ladeada, desarropada ¿Por qué aquella imagen me hiso sentir un temor tan inmenso dentro de mi pecho descalzo? Me dieron ganas de pedir perdón por todo. Mis médulas se retorcían. Llore, llore como si nunca en mi vida lo hubiese hecho, como si me hubiesen apropiado un gancho insufrible. Me tire en el suelo y seguí gimoteando. Era afable y necesario que me fuera, que me fuera lejos. Tenía entre los dientes sabor a hígado limpio, a panes con cebollón. Deje mis pisadas sobre la cerámica flacuchenta, observe que había dejado gotillas de sangre. Quise seguir llorando, pero ya no sabía cómo. Mi piel se iba enterrando en la oscuridad de todas las formas posibles. Mientras caminaba sentía que el mundo entero me observaba ¿importa realmente? Ya no lo sé. Empalme las cruces con la mente rendida. Me despedí de todos los santos, menos de Santa Rita. Aceleraba el fulgor con los alarmes del turno. Sin darme cuenta seguía llorando. Charquillos de semen y poluciones simientes golpeaban mi rostro como si fueran un solo bofetón y el frio hacia que ardieran mis ojos como si miles de moscardones pasaran frente a mi vista. Sentía que miles de agujeros transfigurados y solitarios se abrían en mi cuerpo. Hubiera podido seguir por los callejones pero seguramente no hubiese pasado nada. Limpie mis ojos con un trapo rojo para tachar las causas. En estos últimos meses he tratado de razonar sobre las palabras de novicio, reconciliación con tu cuerpo. Quizás un instinto muy lóbrego y primitivo me las recuerda constantemente y las conmemora. Solo existe una persona que logro entender mis poemas. Por ahora, largos y extensos son los murales que desde el abismo me arrastran hacia la luminaria, como una cara llena de muecas observándome desde el fondo.